Un pulso como escenario frente a los mercados

Renaud Lambert y Sylvain Leder

Octubre de 2018

En diciembre de 1997, Ignacio Ramonet, a través de su editorial en Le Monde diplomatique, llamaba a “desarmar a los mercados”. Casi veintiún años más tarde, el antagonismo entre finanzas y soberanía popular no ha desaparecido, tal y como lo demuestran las recientes convulsiones italianas, turcas y argentinas (1). Sin embargo, persiste una cuestión: desarmar a los mercados, de acuerdo; pero, ¿cómo? No esforzarse por responderla expone a dos amenazas: el complejo de Edipo y el espectro de Medusa.

En la mitología griega, Edipo encarna una ilusión: la de poder escapar de su destino. Cuando el oráculo de Delfos le anuncia que matará a su padre y se casará con su madre, el héroe huye de la ciudad de Corinto, precipitando así el cumplimiento de la profecía del oráculo. Desde hace mucho tiempo, los economistas de izquierdas lo advierten: si su bando político llega al poder y pretende implementar su programa, la “dictadura de los mercados” lo situará mecánicamente ante la necesidad de emprender el combate. Intentar ignorar esta realidad o aplazar la reflexión sobre sus consecuencias –para no alarmar a los mercados, por ejemplo– constituye el equivalente moderno de la huida de Edipo, lo que precipita la tragedia, tal y como lo ilustró la repentina capitulación de la formación griega Syriza en 2015.

Existe un segundo escollo, simbolizado por otro personaje de la mitología griega: Medusa, que convertía en piedra a aquellos que osaban mirarla a los ojos. Numerosas organizaciones políticas y asociaciones despliegan grandes dosis de pericia para describir a la gorgona financiera. Sin embargo, a la hora de idear un método para derrotarla, parecen estar desarmados. Una obra reciente de la Asociación por la Tasación de las Transacciones Financieras y por la Acción Ciudadana (ATTAC) titulada Diez años de crisis. Hacia un control ciudadano de las finanzas (ATTAC España, 2018), presentada como un “libro para la acción”, expone minuciosamente la manera en la que las finanzas tomaron al mundo como rehén durante la caída de los mercados en 2008. Pero cuando llega la parte dedicada a las acciones que hay que llevar a cabo para neutralizar los obstáculos previamente analizados, los autores cambian el escalpelo por el polvo de estrella: “Soñemos un poco”, proponen, antes de describir su “utopía realista”… en modo pasivo: “Se reduce el peso de los inversores institucionales”, “los fondos especulativos de alto riesgo (hedge funds) están prohibidos”, “se abandona la estrategia cortoplacista de los mercados financieros”, “la reestructuración de la deuda se habrá llevado a cabo a través de una conferencia internacional sobre la deuda”. Medusa amenaza; Medusa ha muerto. ¿Quién la ha matado y cómo? El lector no sabrá nada al respecto.

¿Y si Edipo no huyera? ¿Y si nos atreviéramos a mirar fijamente al adversario? Podríamos recurrir a la historia para relatar las victorias acumuladas antaño contra los mercados: sí existen. Pero, aunque el pasado proporciona motivos para la esperanza, no siempre permite restituir el estado actual de la correlación de fuerzas. Ahora bien, parece que los inversores han aumentado su capacidad para perjudicar en cada una de las crisis que han provocado, suscitando el siguiente interrogante en relación con los logros de ayer: lo que fue posible, ¿sigue siéndolo?

Optemos ahora por realizar un ejercicio de imaginación que permita aislar las variables con el objetivo de centrar el razonamiento en el conflicto con los mercados. Dotémonos, pues, de un escenario político ideal. Por ejemplo, el siguiente.

Debido a una importante crisis, el panorama político francés cambia radicalmente. La población desea pasar página con respecto al neoliberalismo; elige a una persona determinada a ponerse manos a la obra y la dota de una cómoda mayoría en el Parlamento. El equipo en el poder puede contar con una formación política consolidada, dotada de altos cargos competentes y suficientes en número para reemplazar a los altos funcionarios reticentes al cambio. En la calle, una movilización popular, masiva y festiva, vapulea las artimañas reaccionarias. Los medios de comunicación privados, desacreditados, no logran desempeñar el papel de oposición: su animadversión con respecto al poder refuerza la determinación de la población. La Policía y el Ejército, por su parte, hacen gala de un legalismo que aleja la perspectiva de un golpe de Estado.

¿Una atmósfera en acuarela, mientras que la realidad se pinta en la mayoría de los casos con cuchillo? Seguramente. Pero, a pesar de este escenario idílico, las fuerzas progresistas van a tener que llevar a cabo un combate de una inusual violencia. Pues la simple voluntad de cumplir sus promesas constituye una declaración de guerra (2): “Un dirigente progresista que mostrara su determinación desencadenaría inmediatamente una reacción hostil de los mercados y, de manera más general, de todas las fuerzas del capital –analiza el economista y filósofo Frédéric Lordon–. Esa reacción le obligaría a cambiar a una velocidad superior, en una escalada que conduciría a medidas muy radicales, salvo que se detuviera bruscamente”. Pero aunque la batalla contra los mercados tiene un precio –lo veremos más adelante–, posibilita las transformaciones proscritas por la oligarquía financiera: fin de la precariedad, de la carrera por la productividad, del agotamiento imprudente de los recursos naturales, del consumo frenético, del cóctel cotidiano estrés-psicotrópicos, de las abismales desigualdades… “Lo que hay que medir bien –precisa Lordon– es el nivel de hostilidad al que nos exponemos y que, una vez que se comienza, ya no se puede parar, pues no existe ninguna opción gradual”.

Para guiar este ejercicio de imaginación, rodeémonos de tres musas poco dispuestas a flaquear en periodos de tempestad: Frédéric Lordon, al que se acaba de presentar; Jacques Nikonoff, profesor asociado en el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad París 8 y antiguo alumno de la Escuela Nacional de Administración (ENA), durante un tiempo representante de la Caisse des Dépôts (3) en Estados Unidos y financiero adjunto para el Tesoro en Nueva York; y Dominique Plihon, profesor de Economía Financiera en la Universidad París XIII (4).

Las elecciones presidenciales y legislativas han provocado la sanción de los mercados: el spread (5) francés aumenta con rapidez y los inversores abandonan los títulos de deuda de Francia. Las grandes fortunas, preocupadas por la promesa de París de acabar con el orden neoliberal, intentan extraer una parte de su peculio. La partida de los inversores y la fuga de capitales deterioran la balanza de pagos, amenazando la solvencia del Estado.

La Unión Europea entra entonces en el terreno de juego. En el ámbito político, la Comisión multiplica las declaraciones que recuerdan las de su presidente Jean-Claude Juncker en 2015: “No puede haber decisiones democráticas fuera de los tratados europeos” (Le Figaro, 29 de enero de 2015). Las conminaciones de retirada van acompañadas de amenazas de sanciones por no respetar los criterios de “buena conducta” fijados por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento europeo adoptado en 1997: un déficit público inferior al 3% del producto interior bruto (PIB) y un nivel de endeudamiento que no supere el 60% del PIB. Ya que Francia no es Grecia, la crisis pronto amenaza al conjunto de países de la zona euro. La situación se hace insostenible rápidamente.

En este momento, Francia se asemeja a un colador: los euros salen del territorio por todos los intersticios. En régimen de libre circulación de capitales (garantizada por los tratados europeos), los sifones para billetes son numerosos. Tres, en particular, requieren una reacción más rápida de lo que autoriza el ritmo normal de los procedimientos legislativos; en caso necesario, pues, habrá que proceder por decretos.

En primer lugar, en el nivel del hot money o inversiones especulativas a corto plazo. Estos capitales revolotean de una ocasión de inversión a otra. Asustados por la orientación política de París, huyen del territorio francés a la velocidad de la luz y agotan las reservas de divisas del país. ¿La solución? “Un sistema llamado de ‘depósito’ como el utilizado por Malasia durante la crisis de 1997-1998”, sugiere Lordon. Esta herramienta impone a los capitales entrantes o ya presentes en el territorio un depósito de garantía (del orden de una tercera parte) que solo se restituye si se cumplen ciertas condiciones: un tiempo mínimo de presencia en el territorio (un año, por ejemplo, frente a unas decenas de minutos de media en la actualidad), lo que limita las actividades especulativas sin obstaculizar las inversiones productivas, las exportaciones o las importaciones.

Segundo vector de la fuga de capitales: las fronteras, que las fortunas de los más acaudalados atraviesan en masa. Un instrumento permite retenerlas: pertenece a la caja de herramientas del “control de capitales”, cuya simple mención provoca crisis de apoplejía en algunas redacciones. Estos mecanismos, “sin embargo, fueron utilizados en Francia entre 1939 y 1967 y, más tarde, entre 1968 y 1989”, recuerda Nikonoff. También se recurrió a ellos en Argentina durante la crisis de 2001. En este caso, se trata de volver a instaurar una “contingentación”: el proceso, simple, limita las sumas que los particulares pueden retirar en la ventanilla de su banco. También controla el requerimiento de divisas de las empresas y de los hogares en función de su futura utilización.

La tercera bomba de divisas que amenaza con arruinar la economía francesa se pone en marcha en torno a la deuda. “Lo primero que hay que hacer es anunciar una moratoria sobre el pago de la deuda –considera Nikonoff–. Eso ofrece la oportunidad de iniciar una auditoría ciudadana, similar a la organizada por el Collectif pour un Audit Citoyen [CAC, Colectivo por una Auditoría Ciudadana] en 2014 –Plihon va más allá–. La asamblea, compuesta por ciudadanos, por representantes electos y de la sociedad, demuestra que la explosión de la deuda, que pasó del 60% al 100% del PIB entre 2008 y 2018, deriva en gran parte de la crisis financiera. Se establece entonces que una parte importante de la deuda no es legítima. En otras palabras, que a los ciudadanos no les corresponde pagarla”. En 2014, los análisis del CAC calcularon que en torno al 59% del importe actual de la deuda no requería ningún reembolso.

En este caso, el ejercicio de imaginación se complica: “Una moratoria sobre la deuda francesa, que supere los 2 billones de euros, provocaría inmediatamente una crisis sistémica de grandes dimensiones –alerta Lordon, sin por ello invitar a renunciar–. Todos los inversores internacionales (y nacionales) expuestos al riesgo soberano francés se verían desestabilizados. Causaría pánico en todos los niveles y numerosos bancos se hundirían”. ¿Qué hacer en estas condiciones? Perfila al menos dos caminos: “Prevenir con suficiente antelación de que Francia cumplirá sus compromisos con sus acreedores, con unas condiciones que fijará de manera soberana y sin contraer nuevas deudas en los mercados. O dejar que advenga un caos financiero y aprovecharlo: recogiendo a los bancos que hayan quebrado, es decir… por cero euros”. En un escenario de enfrentamiento con los mercados, esta opción permite organizar la transición hacia un sistema crediticio socializado.

“Lo más importante –continúa Nikonoff– es que, instantáneamente, se ha invertido la relación de fuerzas: ya no es el Estado el que sufre la presión de los inversores, sino al contrario. Por lo tanto, está en condiciones de crearles incertidumbre, a la vez que los divide –un aspecto crucial de la situación, que evitará el surgimiento de un frente unido–”. ¿Cómo? “Anunciando, por ejemplo, que se pagará a algunos actores pero a otros no. Y sobre la base de tipos de interés con respecto a los cuales el poder político se reserva la libertad de decidir…”.

Si, una vez obstruido el colador francés, los euros dejan de salir, también dejan de entrar, pues los inversores no desean invertir en un país del que ya no pueden salir. La moratoria ha ofrecido cierto margen de maniobra financiera a París, pero no es suficiente para cubrir el déficit primario del país (la diferencia entre los ingresos y los gastos de las administraciones públicas). En 2017, las sumas destinadas al pago de la deuda se elevaban a 42.000 millones de euros; el déficit primario, a unos 15.000 millones adicionales. Por lo tanto, hay que encontrar liquidez para pagar a los funcionarios, mantener las escuelas, etc. En otras palabras, aflojar el nudo corredizo de los mercados “implica idear un procedimiento de financiación del Estado que ya no pase por ellos –resume Lordon–. Algo que parece de lógica elemental… ya que lo que se pretende es liberarse de ellos”.

“En un primer momento, París puede recurrir al Banco Central Europeo (BCE) para solicitarle que compre títulos de deuda”, sugiere Plihon. Un intento en vano: como se preveía, en Fráncfort rechazan el requerimiento, contrario a los estatutos de la institución. “En ese caso, Francia se dirige a su propio banco central, explicando que rechaza el diktat del BCE”, concluye el economista. “Los Estados se han financiado durante mucho tiempo en sus bancos centrales –justifica Nikonoff–. Los bancos les concedían préstamos a tipos de interés que podían ser inferiores a los del mercado; a veces a tipo cero. Incluso sucedía que realizaban adelantos no reembolsables”. ¿Y si el gobernador del Banco de Francia, a su vez, se resiste alegando su “independencia”? “Hay que instaurar una relación de fuerzas –zanja Plihon–. No se puede ganar sin un mínimo de asperezas”. Lordon coincide al respecto: “Las estructuras de la economía internacional y de las economías nacionales están dispuestas de tal manera que, para doblegar lo más mínimo a las fuerzas de las finanzas, hay que romperles la columna vertebral. Y eso pasa por medidas brutales. Se cambia de universo político”.

He aquí al Banco de Francia liberado de su independencia de geometría variable, que hasta ahora lo vinculaba solamente a los intereses del mundo de las finanzas. El poder se gira entonces hacia el ahorro interno, lo suficientemente importante –una oportunidad de la que no disponen los griegos– como para ofrecer una segunda fuente de financiación sólida: “Se calcula que solo el patrimonio financiero (exceptuando el inmobiliario) de los hogares asciende a 3,8 billones de euros, de los cuales 1,3 billones son para el seguro de vida –escribía el periodista económico Jean-Michel Quatrepoint en 2010 (La Tribune, 27 de diciembre de 2010)–. El del Estado (también exceptuando el inmobiliario) es de 850.000 millones de euros. Es decir, un total de activos para Francia (a excepción de las empresas) de 4,650 billones. Frente a esto, la deuda de los hogares es de 1,3 billones, de los cuales tres cuartas partes son créditos inmobiliarios. Y la del Estado, de 1,6 billones. Por lo tanto, contamos con un saldo ampliamente positivo”. El incremento de la deuda francesa a 2 billones de euros desde entonces no invalida el razonamiento.

Con vistas a recaudar este ahorro, Nikonoff propone emitir obligaciones no negociables, un dispositivo ya utilizado en California en 2009. Este estado estadounidense, con riesgo de impago, distribuyó reconocimientos de deuda (IOU, del inglés, “I owe you”, “te debo”) para saldar sus deudas. A continuación, la población podía utilizar los títulos pagados. Un gobernador republicano dirigía entonces California: Arnold Schwarzenegger.

“Por otra parte, se realizan préstamos forzosos con bancos y compañías de seguros –continúa Nikonoff–. En otros términos, el Estado impone a estas sociedades la compra de una fracción específica de sus emisiones de deuda”. ¿Un mecanismo confiscatorio? “Hoy en día existen unos quince bancos franceses e internacionales que han firmado un pliego de condiciones para obtener el estatus de ‘especialistas en valores del Tesoro’ (SVT por sus siglas en francés) con la Agence France Trésor (6). Entre sus obligaciones: que cada uno compre al menos el 2% de cada emisión, es decir, un total de un 30% entre los quince SVT. Y sin embargo, nadie denuncia ninguna forma de ahorro obligatorio. Podríamos contentarnos con extender el estatus de SVT al conjunto de establecimientos bancarios”. Antes de ampliar el mecanismo de préstamos forzosos a los hogares, por ejemplo. “En 1976 –recuerda Plihon–, durante la gran sequía, el Estado obligó a la población que registraba cierto nivel en su impuesto sobre la renta a prestarle con condiciones no negociables”. La Caisse des Dépôts et Consignations, aún pública en Francia, ofrece la herramienta ideal para canalizar y gestionar esos flujos.

Los márgenes de maniobra financieros logrados permiten poner en marcha un programa social susceptible de reforzar el respaldo de la población: mejora de la protección de los asalariados, revalorización de las pensiones de jubilación, así como un esfuerzo general para mejorar el nivel de vida sin pasar necesariamente por un consumo adicional (gratuidad de los transportes públicos, de los comedores escolares, de la vivienda social, etc.).

No obstante, aún no ha acabado todo, pues la situación debe estabilizarse a largo plazo. Para conseguirlo, el Estado dispone de un instrumento eficaz: el sistema impositivo. Las fuerzas políticas en el poder en París no han olvidado que, a pesar de la progresiva erosión de la fiscalidad sobre los hogares acaudalados y el capital desde los años 1970, algunos Gobiernos conservadores practicaron anteriormente tipos impositivos que la prensa económica calificaría de confiscatorios en la actualidad. Entre 1950 y 1963, los inquilinos de la Casa Blanca no se llamaron ni Lenin ni “Che” Guevara, sino Harry Truman, Dwight Eisenhower y John Fitzgerald Kennedy. Sin embargo, todos ellos conservaron un tipo impositivo marginal (el más elevado, y únicamente aplicado al tramo superior de la renta de los hogares más acomodados) superior al 90%. El Gobierno francés, inspirado por este precedente, restablece un sistema de retenciones obligatorias progresivas sobre el conjunto de rentas, a la vez que elimina las exenciones fiscales y sociales que permiten eludirlas. Por otra parte, restablece el impuesto de solidaridad sobre el patrimonio (ISF por sus siglas en francés) (7), haciéndolo lo suficientemente fuerte y progresivo para que los hogares más ricos –el 10% de los franceses más acaudalados posee el 47% del patrimonio nacional– se vean alentados a revender una parte de sus bienes para su pago.

Pronto se plantea la cuestión de los bancos: “Resultaría bastante difícil explicar que se ha alcanzado todo lo que acaba de describirse para dejarlos continuar con sus actividades de mercados financieros y exponer a la sociedad a sus tendencias desequilibrantes”, considera Lordon. Ya los haya debilitado el anuncio de una moratoria sobre la deuda o la regulación (severa) de sus actividades especulativas, algunos establecimientos pierden su razón de ser. París aprovecha para nacionalizar aquellos que necesita. Antes, sugiere Plihon, “de devolver sus riendas a asambleas de usuarios y de asalariados para evitar los escollos de las nacionalizaciones de 1981, cuando los gestores estatales se mostraron dispuestos a gestionar sus establecimientos como sociedades privadas”. Con el objetivo de prevenir cualquier interrupción de la circulación monetaria, el poder se atribuye su control de forma que garantice la disponibilidad de moneda en todo el territorio a través, por ejemplo, de la red de sucursales de La Poste (8).

Evidentemente, la moneda única se tambalea. O Francia es expulsada de la Unión Europea por no respetar los tratados que prohíben, por ejemplo, cualquier obstáculo a la libre circulación de capitales (el propio principio de las medidas que pretenden luchar contra los mercados); o el euro estalla en pedazos bajo las tensiones financieras provocadas por la coz francesa. Llegados a este punto, se presentan dos escenarios: uno optimista; el otro, menos.

Idealmente, el momento político que está experimentando Francia encuentra ecos en el extranjero. Con independencia de que una crisis similar produzca los mismos efectos o de que el ejemplo francés estimule a otras fuerzas políticas, un grupo de países, a su vez, experimenta un importante cambio. Elaboran con París una estrategia con vistas a librarse del control de los mercados y se unen para dotarse de una moneda común que permita proteger las monedas nacionales de los mercados (9).

Pero nada garantiza que otros pueblos se inspirarían –del mismo modo– en la determinación francesa. Así pues, París podría permanecer aislada. En este caso concreto, su expulsión de la zona euro (que tendría lugar cuando el Banco de Francia imprimiera billetes por órdenes del Gobierno) o el colapso de la moneda única provoca un regreso al franco (y la conversión de los euros en circulación se lleva a cabo según las condiciones establecidas por el poder). “En un primer momento, al menos, es declarado no convertible para los hogares y las empresas –sugiere Nikonoff–. Esta disposición no obstaculiza el comercio internacional, pues las empresas que necesitan divisas recurren a su banco, el cual, a su vez, acude al Banco Central. Pero permite luchar eficazmente contra la fuga de capitales y proteger la moneda del desenfreno de los mercados”. A continuación, el Estado ajusta el tipo de cambio del franco en función de sus prioridades (industriales, sociales, etc.), es decir, políticamente. La disponibilidad de altos cargos fiables permite evitar el surgimiento de fenómenos de corrupción.

El nuevo franco, ya esté asociado a una moneda común o no, experimenta una depreciación. Esta, benéfica en la medida en que impulsa la competitividad de las producciones francesas destinadas a la exportación (denominadas en una moneda más débil, “cuestan” menos a los importadores), aumenta simétricamente la factura externa francesa, es decir, la suma de lo que, a su vez, importa.

En este ámbito, el poder propone efectuar una distinción entre los bienes. En el caso de los indispensables, como el petróleo, se esfuerza por orientar las necesidades a la baja, incluso mediante incentivos fiscales y económicos. Algunos bienes solo se importan hasta que Francia los produzca. “Pues hay que pasar por un momento de proteccionismo de sustitución de las importaciones”, zanja Nikonoff, lo que implica proteger los incipientes esfuerzos industriales con barreras arancelarias (ya que el mercado único ha estallado en pedazos). “De la misma manera, París debe firmar acuerdos con las sociedades que dispongan de las tecnologías que falten, ofreciéndoles la autorización de vender en territorio francés a cambio de transferencias de tecnología”, completa Nikonoff. Queda el ámbito de bienes que la publicidad nos ha enseñado a considerar como indispensables (tal marca de smartphone, esa otra marca de vaqueros, etc.)… y de los cuales cada uno debe aprender a prescindir, o el poder decidirá someterlos a importantes gravámenes, recordando a la población que la transformación económica requiere modificar los hábitos de consumo, en un contexto en el que todas las personas perciban que los excesos actuales precipitan al planeta hacia la catástrofe. Ya que tendremos que enmendar nuestros comportamientos, ¿por qué no hacer que esta evolución nos acerque a una sociedad que se corresponda más con las aspiraciones de la mayoría?

“En un momento dado, hay que aceptar la idea de que no podemos tenerlo todo: el mantenimiento íntegro del consumo y la ruptura con el neoliberalismo. Por lo demás, el ‘consumo neoliberal’ tiene su precio, y es elevado: desigualdades, precariedad generalizada, sufrimiento en el trabajo, etc. –argumenta Lordon–. Ahora bien, la salida del neoliberalismo nos ofrece una lógica totalmente distinta y beneficios reales: liberados de la austeridad presupuestaria, la del euro y la de los mercados, podemos volver a desarrollar los servicios públicos y los empleos útiles; protegidos por la posibilidad de la devaluación y por un proteccionismo razonado, los salarios pueden crecer de nuevo sin mermar la competitividad; finalmente, el control de las finanzas puede prolongarse desmantelando el poder del accionariado, lo que restablecería una organización del trabajo menos infernal”.

Recuperación de la economía real, transformación de la democracia social, integración de los desafíos medioambientales, reforma de las instituciones… Seguramente tendrán que venir acompañadas de otras medidas. Pero existen medios para luchar contra los mercados: ninguno de los dispositivos presentados aquí constituye ninguna innovación. La cuestión que plantea el proyecto de emancipación de los mercados, pues, no es técnica, sino política.

Nadie imagina que el proyecto que acaba de describirse en estas líneas (rehabilitación de la herramienta monetaria, transformación de los circuitos de producción, cambio de los hábitos de consumo) pueda ganarse el apoyo de una mayoría política en tiempos de calma. Sin embargo, el futuro no incita a la serenidad. Cuando estalle la próxima tormenta, los liberales estarán preparados, una vez más, dotados de una hoja de ruta que, en Grecia, se ha observado a dónde puede llevar. ¿Por qué no prepararse también para el combate, pero para que abra el camino a un mundo más solidario?

(1) Véase “El inversor no vota”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2018, primera parte del razonamiento aquí desarrollado.

(2) De la cual los autores calculan que se desprende una paradoja: ¿cómo preparar a la población para la batalla que nos disponemos a librar y para los esfuerzos que implica sin provocar la ira de los mercados y la catástrofe económica a la que puede conducir… antes incluso de haber llegado al poder?

(3) N. de la T.: Institución financiera pública francesa creada en 1816.

(4) Respectivamente autores, entre otras obras, de El porqué de las crisis financieras y cómo evitarlas (Catarata, Madrid, 2009); Sortons de l’euro! Restituer la souveraineté monétaire au peuple (Mille et une nuits, París, 2011); y La Monnaie et ses mécanismes (La Découverte, París, 2017).

(5) Diferencia entre el tipo de interés aplicado a los títulos de deuda emitida por un país concreto y el aplicado a un título emitido por otro país con reputación de sólido (Alemania, por ejemplo).

(6) N. de la T.: Servicio francés de competencia nacional encargado de gestionar la deuda y la tesorería del Estado.

(7) N. de la T.: Se trata del antiguo impuesto francés sobre el patrimonio pagado por las personas físicas y las parejas que poseían un patrimonio neto superior a un cierto límite. Fue reemplazado en enero de 2018 por el impuesto sobre el patrimonio inmobiliario (IFI por sus siglas en francés).

(8) N. de la T.: Es una empresa estatal francesa que abarca diversos ámbitos como el de los servicios postales, el bancario, el de los seguros, la telefonía móvil, etc. La Poste y todas sus filiales forman el grupo Le Groupe La Poste.

(9) Véase Laura Raim, “De la moneda única a la moneda común”, Atlas de economía crítica de Le Monde diplomatique en español, 2017.

Publicado por primera vez en Le Monde diplomatique en español

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